La degradación de la biodiversidad es una de las tres crisis más desafiantes y urgentes que enfrentamos como planeta, junto al cambio climático y la contaminación. Ello no solo por el valor intrínseco de la naturaleza, sino también por ser el soporte indispensable para la sobrevivencia y calidad de vida de la sociedad actual y futura. Una biodiversidad sana permite generar y mantener las contribuciones elementales que entrega la naturaleza, donde destacan desde la provisión de alimento, producción de oxígeno, generación y purificación de agua, así como ser agente clave en la lucha contra el cambio climático; condiciones indispensables para la vida.
La COP15 de la Convención de la Diversidad Biológica, llevada a cabo esta semana en Montreal, nos vuelve a recordar el estado de amenaza en que se encuentra la biodiversidad chilena, y nos llama a ejecutar acciones concretas para su conservación. Las áreas protegidas, tanto públicas como bajo protección privada, son un instrumento clave para la protección de nuestros ecosistemas, generando una serie de beneficios sociales y económicos. Estas permiten a las personas entrar en contacto con la naturaleza, impactando en su salud mental y física; también cumplen un rol pedagógico y recreacional, al ser un lugar público que propicia el encuentro, la exploración y contemplación; y a ello se suma el rol económico que juega la provisión de valiosos servicios ecosistémicos que sustentan la producción y el desarrollo rural, trayendo progreso y oportunidades a las comunidades aledañas. Sin embargo, para alcanzar la conservación efectiva se requiere una gestión integrada del territorio y financiamiento acorde no solo de las áreas protegidas, sino también fuera de ellas.
Actualmente, nuestras áreas protegidas terrestres cubren cerca del 22% de la superficie del país, mientras que el territorio marino protegido alcanza el 43% de la Zona Económica Exclusiva. A pesar del importante porcentaje de tierra y mar que se ha destinado a la conservación, nuestras áreas protegidas enfrentan una situación crítica por falta de recursos económicos, poniendo a nuestro país en el vergonzoso récord de estar entre los 10 países con menos financiamiento para la conservación de la biodiversidad en el mundo. La evaluación del desempeño ambiental de la OCDE (2016) indicó que Chile solo invertía anualmente US$ 1,3 por hectárea en las áreas protegidas del Estado, cantidad significativamente menor a lo que invierten otros países sudamericanos, como Argentina (US$ 10), Colombia y Brasil (US$ 4). Según distintos estudios, el costo estimado de operación de las áreas protegidas terrestres sería aproximadamente de $72.228 millones anuales y el de áreas marinas de $7.936 millones. Estas cifras contrastan con el presupuesto actual de las áreas protegidas. El presupuesto para 2023 completa apenas 19 mil millones para la gestión de todas las áreas protegidas, es decir, menos del 20% del presupuesto que debiéramos estar invirtiendo.
El primer paso para continuar avanzando en la protección de nuestra naturaleza es aprobar el proyecto de ley que crea el Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas (Sbap). Sin embargo, y dado su bajo financiamiento, difícilmente esta nueva institucionalidad podrá cumplir con su misión, como se constata en un informe de la Comisión de Hacienda del Senado. La nueva institucionalidad contempla un presupuesto de $40 mil millones anuales en régimen, permaneciendo una brecha de al menos otros $40 mil millones anuales.
Ad portas de comenzar la discusión del proyecto que crea el Sbap en la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados, Chile tiene la necesidad y oportunidad de dar una señal contundente respecto a su compromiso con el bienestar de la sociedad y la ineludible tarea de la conservación de la biodiversidad.
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