Corría el año 2001 cuando, tras no alcanzar a entregar un trabajo de ética y moral para un muy demandante curso de Filosofía (por supuesto, por motivos “absolutamente justificados”…), recibí una impensada oportunidad para redimir mi demora y salvar el ramo con la entrega de un trabajo extraordinario en donde discutiera acerca del cuidado del medio ambiente y nuestra relación con los animales. No obstante, como todo adolescente, mi cabeza deambulaba en otras prioridades: qué debía estudiar, por qué debía hacerlo, y ¡por qué debía hacer otra tarea! No fue sino gracias a la presión de mi madre que pude improvisar un diálogo filosófico, ético y ambiental, en donde contrasté la opinión de un compañero que creía ciegamente en la supremacía humana sobre los animales, con la de una compañera, bastante más liberal, que no sólo reconocía el sentir de estos animales y nuestro deber de tratarlos con respeto, sino además apelaba a realizar cambios profundos en nuestras formas y costumbres; mientras, yo intermediaba y buscaba alcanzar, sin éxito, algún consenso o entendimiento entre ambos. Sorprendentemente, la profesora quedó encantada con cómo mi trabajo reflejaba de forma tan cierta la polarización de nuestros ideales y la dificultad o imposibilidad para alcanzar, en aquel entonces, consensos en materias éticas y/o medio ambientales.
Ya por el año 2006, y mientras luchaba contra las decenas de ramos de la carrera de Derecho, el destino puso frente a mí una oportunidad sin precedentes: migrar a Suecia para estudiar el entonces para mi poco conocido ramo del derecho ambiental internacional, y muy especialmente, de los conflictos transfronterizos. Entonces comprendí que los fenómenos ambientales no son independientes entre sí, están interconectados y relacionados. Y así, lo que suceda en un lugar, tendrá incidencia y repercusión en otras partes … o en todo el mundo… aun cuando no lo podamos ver. Incluso más, ciertos desafíos ambientales, como la contaminación nuclear o cambio climático, no sólo no respetaban fronteras, sino además nos forzaban a interactuar entre pueblos, credos y naciones, para alcanzar acuerdos y consensos mundiales… en un mundo confrontado y de opiniones abiertamente distintas.
De vuelta en Chile, allá por el año 2009 y tras aprender el arte de la mediación y negociación en conflictos socioambientales, tuve la oportunidad de competir en Copenhague en un simulacro de negociación internacional de cambio climático, en la víspera de lo que sería la COP 15 de aquel año. Sin embargo, allí el sueño se vio aterrizado cuando, durante la primera jornada de negociación, nuestro equipo pecó de excesiva realidad y buscó, antes de un mero consenso ficticio, dar sentido a nuestra postura proponiendo soluciones concretas en sintonía con la realidad latinoamericana y las legítimas demandas y aspiraciones que como país en desarrollo tenemos. Y es que, tal y como cuando estaba en el colegio, este conflicto, ético y ambiental, reconocía bandos, grupos y poderes, que pensaban diametralmente distinto sobre la forma de enfrentarlo, que muchos negaban, y que además albergaba grandes intereses económicos y formas de desarrollo social institucionalizadas a lo largo del mundo. Entonces, ¿cómo alcanzar acuerdos, como ceder ante la urgencia del otro, si en ello nos jugábamos nuestro futuro? ¿Cómo lograr consensos, si tantos pensábamos de manera distinta y confluían tantos intereses contrapuestos?
Los conflictos socioambientales trascienden a nuestras vidas y muchas veces forjan pareceres y opiniones disímiles: mientras para algunos, la prioridad viene dada por el empleo y la estabilidad económica, para otros la tensión surge desde la calidad de vida y la urgencia de una sociedad más justa, tanto con las generaciones actuales como con las futuras. Sin embargo, sólo mediante esta discusión y esta confrontación ética ambiental de ideas, podemos encontrar alguna respuesta para el futuro que se nos viene, pues en la búsqueda de soluciones nos debemos a todas y todos y debemos ser capaces de convocarles para que éstas sean pertinentes y aterrizadas. De nada sirve la imposición: sólo pueden triunfar el diálogo, la educación y la búsqueda de nuevos paradigmas, por ejemplo, con nuevas tecnologías e incentivos. De nada sirven los falsos predicamentos y consensos donde nadie cede ante el otro. Nuestro camino ambiental nace desde la comunión y el diálogo entre todas y todos los actores, por muy distintas y confrontadas que sean sus opiniones e ideales, pues las necesitamos a todas y todos para hacer frente a la actual crisis que vivimos y que amenaza con destruir nuestra forma de vida. Participa, súmate a la discusión climática, y busquemos juntos un consenso real que nos permita avanzar y prepararnos.